La noche estaba fresca. Salí de La Casa Encendida, de
un encuentro muy inspirador con Satish Kumar y, con mis zapatillas bien atadas, decidí echarme cuesta arriba hacia Tetuán. Las 9:05 de la noche.
La plaza de Lavapiés está animadísima. Allí me paran unos dominicanos litrona en mano: "Chica,¿estoy guapo con esta cadena? Me la ha regalado mi mujer." "Pareces un puertorriqueño reggaetonero, pero si tú eres feliz..." Los ojos se le encienden, parece que el consejo le ha gustado, casi como si le hubiera dicho un piropo.
Sigo cuesta arriba: atravieso la calle Magdalena, la de Atocha, la plaza de Santa Ana, llego a Sol y me encuentro con la
Asamblea en pleno. Me pierdo por la acampada. Mientras la asamblea se celebra me llama la atención que haya tanta gente en sus tiendas de campaña, ajenos al debate que se está generando al mismo tiempo y en el que están decidiendo si mantener la acampada o no. Parecen casi dos miembros disociados, como una bailarina en los templos hinduistas. Unos cocinan, otros juegan al ajedrez y otros se aman entre las mantas.
En mi escalada por Gran Vía y calle Fuencarral no dejo de pensar. Observar cómo esta acampada sigue en pie tras un mes me hace creer más que nada en nuestra democracia. Nuestra libertad de expresión puede llegar a tales límites: distribuir comida (¿con o sin permiso?), montar una guardería o concebir un infante a plena luz del día, en un espacio público, en el corazón de España... Y entonces pienso en los
otros países en los que he vivido: me imagino una acampada de indignados frente a la Casa Blanca de Washington, junto a la parisina Notre Dame o cerca del Colosseo romano, en la Plaza Roja de Moscú o en la habanera Plaza de la Revolución. No señor, no creo que llegaran a sobrevivir ni una semana.
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En la Puerta del Sol. Foto: BeaBurgos |
Con este pensamiento atravieso Bilbao y abro mi Twitter: allí muchos han leído mi mensaje y me empiezan a contestar. Me animan, me dan aliento para que llegue a Tetuán. Lo cierto es que no siento nada de cansancio, a pesar de que ya son casi las 10:00.
Llegando al comienzo de Bravo Murillo la calle vuelve a inclinarse, pero
Chamberí es uno de esos barrios en los que más me gusta respirar, con sus aceras anchas, pobladas de árboles, elegante y popular al mismo tiempo. Un día le dije a un amigo de Tetuán: Chamberí es el barrio en que nos gustaría vivir a los tetuaneros si ganáramos el doble. Prácticamente lo insulté. Me dijo que él siempre había querido vivir en Tetuán. Cinco meses más tarde se mudó para Vallecas. "El alquiler es más barato. Por el mismo dinero tengo plaza de garaje".
Cuando llego a Cuatro Caminos me siento en casa, ya no quedan más que unas cuantas cuadras. Ya se respira otro aire. Me transmite energía. Las calles se llenan de gente, también de papeles (por cierto, ¡cómo se nota la suciedad cuando uno atraviesa esta rotonda!), en cada banco una nacionalidad distinta arregla el mundo: aquí los paraguayos, allá los marroquíes, los dominicanos o los filipinos.
Tetuán es un cóctel de culturas y Bravo Murillo la coctelera.
Atravieso el metro Tetuán. Me dirijo hasta Valdeacederas, a la Feria de Galicia, a premiarme por mi paseo con un buen pulpo con cachelos. La noche sigue fresca y yo empiezo a flaquear: Son las 10:35. Una hora y treinta minutos después
he llegado a mi destino y a algo más, a una conclusión: Pasear en las noches primaverales de Madrid es un auténtico lujo, un lujo al alcance de todos.